Ya ni siquiera recuerdo cómo fue el principio
de todo. Ha pasado demasiado tiempo, quizás no. Es curiosa, fascinante y
pérfida la manera en que pasa el tiempo, o la forma en que lo percibimos; a
veces pareciera que vuela, fugaz; otras parece inerte, ejecutor; otras
simplemente es indiferente.
Por razones que ya no puedo, ni quisiera
rememorar, quizás por tanto anhelo enfermizo, o ese deseo implacable,
imperecedero…ese deseo ferviente (acaso una manera de escapar de una realidad
insoportable, tal vez en aras de perpetuar una felicidad efímera), por razones
que ya han quedado en el olvido, me fue concedido el don de la inmortalidad. No
por alguna deidad (o lo que es lo mismo: la imaginación de los incautos para
suplir su ignorancia), o método esotérico, ni ingenuos rituales que solo ocupan
lugar y tiempo en voluntades perturbadas y descartables. Me fue concedido el
don de la inmortalidad.
No negaré que la vida eterna era un anhelo
que me apasionaba, tal como ha seducido a la humanidad por milenios, tal vez
incluso me consumía, me embargaba, era todo lo que podía desear y pensar,
sacrificando emociones, pensamientos, sentimientos. Finalmente, me fue
concedido el don de la inmortalidad. No es algo que se note en un principio, no
hay cambios evidentes. Pero simplemente se siente, está ahí, estará. Al inicio,
es difícil comprender todo lo que podrá ser visto, vivido, sentido, aprendido.
Podría ser asumido como un poder, y ejercer un poder no es fácil. Yo no siento
estar en posesión de un poder, para mí fue un don, una gracia de la cual
enorgullecerme, y aprovechar las opciones que se abrían en mi horizonte: un
horizonte infinito. El tiempo no sería más una limitación, cada instante
eterno, la eternidad en un instante. La sensación y la seguridad de que jamás envejecerá
y morirá es sin duda alguna la suprema fantasía del ser humano; el ponerle un
alto a la muerte, maniatarla, derrotarla, someterla. Yo lo había logrado, es
cierto, sin esfuerzo, y sin conocer o comprender realmente el por qué o el
cómo, pero lo sabía: yo lo había logrado. Había superado la débil condición
humana. Algunos incautos me considerarían una deidad, como siempre consideran a
todo aquello que escape a su reducido entendimiento, a todo lo que ostente un
poder que los supere, o que ambicionen o envidien. Pero no hay deidades en el
mundo, ni en ningún lugar fuera de las mentes trastornadas. Yo no soy una
deidad, jamás lo fui y jamás lo seré. No obstante, mi vida, sin límite, acababa
de empezar, o cuando menos, por primera vez, podía ser consciente de ella de
forma libre, i incluso agradarme, a fin de cuentas, tenía todo el tiempo a mi
favor para ello.
Es maravillosa la inmortalidad: esa sería una
opinión casi unánime, y también era la mía, y de cierta manera lo sigue siendo.
Entonces, con el nuevo don, no había nada más que usarlo, quizás sabiamente,
quizás no; nadie podría impedirlo de todas maneras. Sí, confieso que hice cosas
de las que no me siento demasiado orgulloso, puse en riesgo mi vida, solo para
deleitarme en el hecho de que no había tal riesgo, ni peligro, ni angustia, ni
incertidumbre. Hice muchas cosas, sin dudar, sin consecuencias, sin
remordimientos. El remordimiento no es más que una humillación auto infligida
basada en una moralidad colectiva, que funge como disfraz de una hipocresía sin
límites y repugnante. Pero no fui atroz ni injusto. Libertad también es hacer
porque se quiere y se puede y actuar por voluntad propia.
Resulta increíblemente sorprendente como
algunos menosprecian la vida, mientras otros la sobrevaloran a extremos
insondables. Se dice que no hay nada más preciado que la vida, pero, ¿qué es la
vida sino una conjunción de circunstancias que no dependen de nosotros? En ese
caso, ¿es preciado o vale la pena sentirse obligado a defender algo que en
primer lugar no se elige? La gente común no puede comprender ese dilema, no
tienen esa capacidad, son mortales, sus vidas son finitas, y como tal, son
seres predestinados a aferrarse a lo único que creen que les pertenece y
atesoran. No se puede comprender un fenómeno en su totalidad si se es parte
intrínseca de él, si se está determinado por él y fundamentalmente si no se
puede salir a voluntad de él y observarlo objetivamente desde afuera;
imparcial, sin emociones ni pasiones que nublen el juicio. Las personas comunes
no pueden, ni podrán, ni querrán comprenderlo, y si acaso alguna se atreve a
admitirlo, será señalada, aislada y condenada por la mayoría. El miedo como
conciencia social. La violencia e irracionalidad de la mayoría sobre la osadía
de unos pocos.
Por eso hubo muchos que me rechazaron, o me
señalaron; yo era diferente, yo era superior, y no podían aceptarlo, pero no
solo no me importaba, sino que tenía todos los medios para contrarrestarlo, y
para vengarme. Nadie podía ni puede dañarme permanentemente, y así lo hice
saber.
Vi los efectos del tiempo en los seres vivos,
la decadencia. El tiempo no sana todas las heridas, las personas solo eligen
olvidar. En cambio el tiempo podría ser el más severo juez y verdugo, ya que
nadie sobrevive para desafiarlo. Vi como la esperanza es solo una ilusión, una
utopía, como es en vano pretender que se pueden realizar los sueños, pues todo
irremediablemente se marchita. Vi a tantos llorar, vi a tantos sufrir sin
consuelo; vi las pérdidas, las grietas, el luto, la resignación con el pesar,
la tristeza, la desesperación, el odio, el rencor. Vi las tumbas frías y
olvidadas de prominentes soñadores y de horribles malhechores, y resulta hasta
irrisorio que todas las tumbas lucen casi igual, y como los prominentes y
aclamados héroes de la muchedumbre yacen tan cerca de los criminales y lacras
contra los que tanto se empeñaron en luchar, y de los que juraron y procuraron
defender a sus leales seguidores.
Es cierto, también vi cosas buenas, vi todo lo que puede hacerse cuando hay
voluntad verdaderamente comprometida con el progreso, con construir una mejor
sociedad. El inmenso potencial de las mentes enfocadas, no perturbadas por la
locura o la ridiculez de supuestas entidades superiores, o el vicio y la
ignorancia de falsas premisas de antaño. Hubo muchas cosas buenas, pero por
alguna razón o suerte de ley, quizás la propia naturaleza humana, ese instinto
perenne que siempre halla la forma de manifestarse, los actos en pos de la
propia superación y el mejoramiento son poco duraderos, relegados al ostracismo
por toda la destrucción, hipocresía, ruinosa moralidad e indiferencia, que casi
imperceptiblemente, pero sin demasiado esfuerzo, siempre terminan por imponerse
a todo intento de cambio que se contraponga al equivocado orden establecido.
Pero todo es solo un instante para mí, siempre lo fue. Y quizás ese fue el
problema.
No puedo ya hablar demasiado del tiempo, pues
el tiempo de cierta manera dejó de tener sentido, o de ser importante para mí.
Ahora creo que ese fue mi gran error, aunque nunca lo sabré con certeza. Pero
sí es cierto que tantos y tantos años en una espiral sin fin hace extrañar
rutinas de vidas finitas. La vida no es más que una combinación de rutinas, que
se suceden cual laberinto interminable formado por nuestras costumbres. Y aún
en mi extraordinario caso, afloran ciertas nostalgias. Al principio, solo un
vago vestigio de antaño, una leve añoranza, enmascarada en curiosidad. Pero
paulatinamente, casi de manera imperceptible, fue creciendo en una parte de mí,
en la parte más primitiva y humana de mi ser. Ese eterno impulso de
experimentar, de palpar, de sentir. Ese anhelo incontrolable de volver a los
básicos orígenes e instintos propios de la especia. Pero yo, un ser
extraordinario, con un don inigualable, no debía, ni tenía por qué negarme a
mis deseos, por ordinarios que pudiesen llegar a ser. Cuando el tiempo deja de
tener verdadero sentido, lo más importante es el ahora, el presente, cruel e
irónicamente similar a cuando los días están contados y no existe el lujo de
desperdiciar valiosos momentos. Pero yo tenía que intentar, incluso entendiendo
mi particularidad.
Puedo decir, sin dudar o arrepentirme, que
dejé que afloraran mis sentimientos y anhelos más humanos. Puedo decir que amé,
a veces un instante, a veces una idea, a veces solo carne. Pero sin dudas amé,
cierta vez bastante. Amé a alguien especial, incluso para mí, incluso sabiendo
lo que pasaría, yo seguiría igual y vería como ella envejecería y moriría, sin
que hubiese nada que pudiera hacer al respecto. Me eduqué en pensar en que si
los recuerdos son gratos y evocan momentos de júbilo, no importa si son breves
o si las vidas se terminan. Aún en esas circunstancias, lo asumí, fue aceptado,
y por décadas viví como el más común de los hombres. Tal vez por eso no me fue
tan sencillo como esperaba ser testigo de cómo mi esposa se marchitaba. Con
ella creamos varias vidas, y fuimos felices. Vimos a nuestros hijos crecer,
formarse, devenir en hombres y mujeres y procrear sus propios hijos. Y si no
fue fácil ver a la mujer que había amado durante tanto marchitarse, y sentir la
tristeza y la impotencia al ser testigo de su muerte, aún sabiendo que tuvo una
vida feliz y plena y el consuelo de que se fue en paz, excepcionalmente difícil y desgarrador fue ver al tiempo
arrancarme a mis hijos, y a los hijos de mis hijos, y a sus hijos. El tiempo
arrancándome mis mayores tesoros, mi sangre, mi esencia, ante mis ojos, sin que
pudiese reclamar o impedir, como castigándome al fin por desafiarlo y vencerlo.
El tiempo finalmente hallaba la manera de hacerme pagar, y se regodearía en
ello.
Lo admito, fui culpable, por aventurarme a
ser humano sin aceptar o comprender las consecuencias. Pero no me arrepiento de
nada; se que hice bien, actué según mi mejor parecer tras tantas y tantas
experiencias, y me tocó comprender una dura verdad que había olvidado. Fue
tiempo de pagar, y de castigo, día tras día, hasta que decidí no soportarlo, y
simplemente alejarme, a aceptar el tiempo en soledad, donde no pudiese dañarme,
donde no pudiese alcanzarme.
Y los días se tornaron negros, y las noches
eternas. Como el polvo de vidas pasadas, agitado por el viento, mi eterna vida
será solo un recuerdo, como si hubiese mutado en un fantasma. Y sí, le temo a
la oscuridad, y a lo desconocido. Existe miedo a la vida, a la muerte, a morir
olvidado, son temores más comunes de lo que podría pensarse. Miedo a los sueños
no realizados, como miedo a lo que llaman destino, a sentir. Yo sentí miedo a
la eternidad, sin darme cuenta, pero llegó el punto en que lo sentí. Y me
pareció ridículo, vergonzoso, sentir temor por el poder que tan extraordinario
me hizo ser. Es cierto que cada poder supone un poco de temor, como cada
creación es en sí misma una destrucción. Yo, acostumbrado a no sucumbir ante
sentimientos banales y mundanos, ahora atormentado por ellos. Me fui lejos,
donde nada ni nadie me encontrase, donde pudiera librar solo mi batalla con el
tiempo.
Extraños pensamientos surcaron mi mente en
aislamiento, como añorar emociones que me eran negadas o prohibidas o incluso
la aventura de morir, la conmoción de saber la cercanía del fin, del fin
inevitable e inminente. Mas no puedo cambiar el pasado, ni el futuro, a pesar
de que nunca terminan. Mi eternidad es mi don, mi eternidad es mi maldición.
Por eso me fui lejos, lejos de todo y todos. No quise continuar siendo siquiera
un recuerdo. No me perpetuaría a los ojos del universo. Nunca pensé que al
final tuviese que soportar semejante carga; tan repentinamente me sobrevino que
fue como despertar de un breve sueño. Tardé en comprender, pero finalmente lo
entendí: mi eternidad es mi maldición, mi estigma, mi daño. No fue un don, fue un
martirio. No era especial, extraordinario, fui una víctima de un siniestro
ardid, una venganza. Por eso me fui lejos, me adentré en la oscuridad más
densa, soportando mi maldición eterna.
Probablemente pase mucho tiempo antes que
alguien llegue a conocer mi historia, quizás nadie nunca lo haga. No puedo
predecir el futuro, aunque inevitablemente lo veré, e inevitablemente estaré
ahí. Pero este es el momento de contarlo todo y despedirme. La vida y el tiempo
seguirán su curso invariable, y siempre habrá un precio por todo a lo que se
aspire. Todo fin, todo camino, hacía un sombrío manojo de crueldad y venganza.
El tiempo seguirá su curso invariable, y yo siempre estaré allí.
Marzo 2020
Marzo 2020
2 Comentarios
Excelente redacción
ResponderBorrarMuchas gracias. Espero que te haya gustado el relato.
Borrar